Asomarse

En Cultura

María José Vázquez de la Mora

 

Siempre me ha gustado el título de esta revista, esa invitación a mirar por un lugar nuevo o que reconocemos bien, pero que quizá con un poco de suerte y atención puede sentirse distinto. Entro al juego: me asomo por la ventana muy temprano con ganas de observar y en la calle de siempre se percibe un cierto tono ambarino en la luz, bajo el árbol que cobija mi casa se escucha un incesante y furioso alegato entre pajaritos grises, pasa alguien caminando con dos perros de tamaño inverosímil, que me recuerda de inmediato a una vecina que tuve hace años a quien secretamente llamaba la Dama del Perrito, como en aquel cuento de Chéjov. Los rituales diarios marcan tiempos engañosos: pareciera que es difícil encontrar ritmos distintos a los que normalmente habitamos, tan marcados por los del trabajo, las reuniones y las rutinas que construimos. Pareciera también que asomarse a la ventana es francamente perder el tiempo, que siempre hay algo mejor que hacer.

 

En los meses en los que ese ritmo se detuvo, las calles se vaciaron y el miedo se instaló, era más fácil reconocer la luz y sus tonos entre el espacio que ahora se abría, pero sobre todo era más palpable la enorme oscuridad. Ahora pareciera que eso fue hace mucho, como si las noches en la que resultaba imposible dormir ante el miedo hubieran ocurrido en otra década, pero allí están: las habitamos. Esa interrupción violenta que implicó el encierro nos obligó a asomarnos hacia los tiempos interiores y empecé a notar cosas que antes no había visto: el horario en el que el Sol se detenía en ciertas partes del patio, los pájaros que venían a casa en las mañanas, la velocidad a la que crecen los helechos. Los ritmos de mi cuerpo. Esa pausa parecía un paisaje imposible, siempre a punto de estallar, siempre al borde del fin con la esperanza de la vacuna, la ciencia, la salud. Y ese horizonte que se extendía como una carretera infinita en la que se transcurre sin mapa no podía tampoco retratarse ante la angustia de no saber qué vendría tras la siguiente curva. Ingenuamente imaginaba que así como frenamos todos al mismo tiempo habría una especie de señal que indicaría que ya tocaba acelerar, pero jamás la hubo. La velocidad se recuperó poco a poco y de pronto el territorio ya giraba como antes, cada vez más rápido, como si yo no atravesara por los propios y tocara sumarme al trajín sin dudarlo, sin tener siquiera la posibilidad de la nostalgia o el reclamo de lo perdido y lo ganado. Ahora los marcadores del tiempo volvían a ser los de una ciudad que no se detiene, pero que es indudablemente distinta.

 

Sospecho que mi forma de pensar en el verano está irremediablemente marcada por un hecho tan poco importante como casual: nací el día del solsticio. Cuando era pequeña, disfrutaba mucho pensando que mi cumpleaños tenía un par de minutos más de luz que los de mis amigas, como si fuera una batalla ganada del lado de la luz. Quizá por ello durante gran parte de mi infancia mi palabra favorita fue precisamente Sol: me maravillaba que cupiera todo ese calor en tan solo tres letras. Ahora que soy mayor sigo anunciando con alegría esa coincidencia, pero desde hace un par de años intento que la llegada de la estación también marque un ritmo nuevo: uno que resista al que marcan las instituciones y se pose con la mirada que se asoma con curiosidad sobre las calles, los sonidos y los árboles. Detenerme a observar como un acto de resistencia que permite la traslación: hacer las cosas más despacio. Disfrutar más el paseo, las conversaciones, la ciudad, las lecturas posibles. Reconocer momentos de los que me acordaré después.

 

Evidentemente esto no es posible a diario, ojalá lo fuera. Parar un martes a mediodía se antoja más complicado que en domingo, hacerlo por la mañana pareciera una pérdida de tiempo o de productividad. Reconozco que incluso desde el entusiasmo me cuesta trabajo ir más lento. Y aun así, el calor, las lluvias nocturnas y la luz me invitan a ha cerlo, aunque sea por unos minutos al día. Quizá asomarme a los tiempos internos que reconocí hace algunos meses me ayuden a cuestionar los externos.

 

Han pasado varias horas y me vuelvo a asomar por la ventana para repetir el ejercicio. Ahora me cuesta trabajo ver las cosas que pasan sin pensar en cómo las describiré, como si la calle fuera una puesta en escena dispuesta para el relato, así que decido no contar lo que observo esta tarde: elijo pasar quince minutos solo observando como forma de resistencia ante el correo electrónico, los mensajes, las llamadas, el mundo que gira. Voy a pensar que el verano me otorga ese permiso secreto.

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