Música tradicional de Querétaro. Actos de persistencia

En CULTURA

Por: David Álvarez

 

 

Si algo de extraordinario existe entre la tradición y la modernidad, el campo y la urbe, lo uno como lo otro, es que por más que se busquen conjuntar siempre habrá un dejo de conflicto, un choque o encuentro hacia lo insospechado. Pero es en el caos que todo cobra vida y en ese vaivén la música tiene esa capacidad de sobrepasar fronteras, que, como dijo Roger Bartra, no son más que líneas negras en los mapas.

 

 

En Querétaro, un estado que más allá de su imagen industrial resguarda bajo sus raíces el eco de las tradiciones ancestrales, la música sirve de puente que enlaza tiempos y geografías. Y aunque la modernidad traiga consigo nuevas formas, en los sonidos que emergen de este territorio persiste lo vivido, lo transformado y aquello que, en su esencia, sigue resistiendo, a pesar de todo.

 

 

 

 

 

 

 

 

HUAPANGO, LA VOZ ES SUYA

 

 

En medio de ese ir y venir entre espacios y memorias, un trío musical encarna ese crisol de ritmos y, sobre todo, de identidades: Corazón de Mi Sierra. Arlette Cabrera Rangel, Getsemaní Vite Hernández y Sara Cecilia Reséndiz Segura conforman esta agrupación nacida en 2022, quienes llegaron a la ciudad por razones distintas y se quedaron en el escenario como si la quinta huapanguera, el violín y la jarana fueran la tierra firme a la cual arribar.

 

 

En ella tocan, ensayan, lloran, bailan, se equivocan, ríen, afinan, se sostienen y vuelven a tocar una y otra vez. Llegan en forma de trío y se prueban en cantinas, en plazas públicas, en marchas feministas, en festivales y en la propia Sierra, de regreso a casa. La Feria del Maíz en Amealco de Bonfil de aquel año marcó el primer encuentro del Trío Corazón de Mi Sierra.

 

 

 

 

 

 

Aunque sus geografías eran distintas, Arlette, Getsemaní y Sara compartían un amor por la música tradicional de sus tierras, rodeadas del son huasteco, de esos ritmos que suenan a diario en la memoria de lo comunitario; lo que, con las circunstancias adecuadas, las motivó a pensarse juntas. «Y nos preguntamos ¿qué sucedería si ensamblamos un trío? Para ese evento nos juntamos, hace tres años, en 2022», recuerda Sara, nacida en Cadereyta de Montes, al resguardo de la jarana huasteca.

 

 

Pero la agrupación nació no solo como un trío musical, sino como un acto de reivindicación, ya no acotado al campo. En un género históricamente dominado por hombres, ellas decidieron hacer sonar sus instrumentos, demostrando que todo cambia. «Han pasado por muchas violencias las mujeres de nuestras familias y esta es una forma de venir a ocupar nuestra voz y venir a plantarnos en un escenario, con un trío de mujeres», añade Sara.

 

 

 

 

 

 

Desde entonces, han afinado su forma de hacer música. Después de la Feria del Maíz, ensayaron y tocaron en cantinas. «Ese fue un escenario que decidimos experimentar porque te da fluidez, soltura y tiene este formato que no es rígido», explica Getsemaní, violinista, originaria de Pahuatlán, en el estado de Puebla. En cada experiencia, el trío se ha consolidado como un gesto de resistencia, de continuidad y también de ruptura: porque lo que hacen no es solo tocar música tradicional, sino reconfigurarla con sus cuerpos, sus voces, su presencia.

 

 

«Es mucha responsabilidad hacer esta música —reconoce Arlette, la de la quinta huapanguera, originaria de Peñamiller—. Me siento orgullosa de lo que me heredaron y del poder que salió de mí para aventarlo a los cuatro vientos.» De igual modo reconocen a su maestro Osiris Ramsés Caballero León, músico tradicional veracruzano.

 

 

 

 

 

 

La historia de este trío está compuesta de pequeñas luchas contra las fronteras. La de Arlette queriendo aprender a tocar la guitarra que su abuelo alguna vez tocó, a pesar de su rechazo a enseñarle al decir que era música «para borrachos». La de Getsemaní, quien aprendió a tocar música clásica y que abandonó para buscar una sonoridad más cercana a su origen. La de Sara, que sin tener músicos en su familia, encontró en la jarana una forma de volver a casa.

 

 

El nombre que eligieron tampoco es fortuito, sino una declaración de raíz. También un homenaje a las mujeres que las antecedieron, de esas vidas marcadas por silencios y violencias, que se responden con ritmos, cantos y fandangos. En cada presentación, el trío lanza un mensaje al pasado: ahora la voz es nuestra.

 

 

 

 

 

TRADICIÓN CONCHERA, 500 AÑOS  RESISTIENDO

 

 

Es en el círculo sagrado donde las conchas de armadillo rasguean en el recuerdo y los huéhuetls —instrumentos de percusión— invocan al «venerable anciano», asociado al fuego y el centro del universo. La danza no se camina, sino que se transfigura, de cada paso al ritmo de lo natural, de la tierra que respira y el sudor que se vuelve incienso. Ahí están los danzantes concheros, que postran la mirada en lo que no se ve a simple vista, con los pies comprometidos en cada paso, con sus voces, que saben de memorias y resistencias.

 

 

 

 

 

 

Esta tradición tiene sus raíces en la resistencia indígena durante la colonización española. Quinientos años. Los barrios de La Cruz y San Francisquito son sus principales escenarios. Son un vestigio viviente. La danza es la vida misma, como una metáfora que engloba una cosmovisión en la que la música no adorna, sino que conjura.

 

 

En la danza del venado, la danza del sol, en la danza estelar, cada paso simboliza lo natural. Todo es cíclico, y lo que gira y vuelve a sí mismo no es el danzante, sino el todo. En ese círculo de música y danza no hay espacio para el olvido. Una persona muere cuando ya nadie la recuerda. La danza, entonces, es un acto de permanencia.

 

 

 

 

 

 

Son los instrumentos los guardianes de la memoria. El huéhuetl, originalmente de madera, se corta en luna nueva. Se extrae del corazón de un árbol ahuecado, normalmente un ahuehuete, a la medianoche. Se le deja una ofrenda. Este instrumento representa a la estrella mayor. En la noche, a la luna. La concha, proveniente del caparazón del armadillo, guarda contacto con los abuelos, donde la tradición se protege. También están la mandolina, la chirimía, el teponaztle.

 

 

Son hasta trescientos instrumentos en las celebraciones. Principalmente en festividades como el de la Santa Cruz en septiembre, con miles de participantes, pero también en la llamada «desfundación» de Querétaro, como acto de rebeldía en el aniversario de la ciudad, en el mes de julio. Pero no se hace para el público, sino para la tierra, para el cielo, para los que estaban antes. El círculo se cierra. No hay aplausos. Hay sudor. Hay cansancio. Los instrumentos tocan. Lo que importa es el acto. Lo que importa es estar.

 

 

 

 

 

LOS ÚLTIMOS PIFANEROS QUERETANOS SON DE CADEREYTA DE MONTES

 

 

En Cadereyta de Montes existe una pequeña comunidad, La Magdalena, donde dos hermanos cargan sus instrumentos de caña y cuero. Son Marcelo y Fidel Álvarez Ramírez; el primero ajusta la faja que sujeta el tambor mientras el segundo afina la pifa, una flauta pequeña de carrizo, antes de marcar el primer tono.

 

 

La escena es más que simple: dos hombres mayores, de sombrero, que caminan frente a una procesión. Lo que suena no solo es una melodía sencilla y repetitiva, sino el último suspiro de una tradición que se desmorona por falta de relevo, la de los últimos pifaneros de Querétaro, quienes ven en sí mismos el remanente de un pasado con el que crecieron y que probablemente no exista más. ¿Qué sigue después del olvido?

 

 

 

 

 

 

La historia de este par de hermanos empieza con Fidel al lado de su padre a los trece años: «Cuando se fueron los compañeros que tenía, ya no había con quién tocar y me dijo, “ni modo, te voy a enseñar para que me acompañes”», recuerda. Con esa enseñanza a cuestas, recorrieron caminos a decenas de ranchos, comunidades y barrios, para reunirse en cantinas, plazas públicas y, sobre todo, en actos religiosos. El tamborcito y la flauta —o «pifanitos», como dice Fidel que le llaman— son la base del oficio.


 

Sin partituras, solo mediante la enseñanza oral, a puro oído, es como se aprende en La Magdalena, donde Fidel rememora que, en su niñez, había hasta cuarenta y cinco pifaneros. «No había otra parte. Solo aquí. Y se fueron acabando», sea por la edad o «el vicio».  Pero ellos llevan con porte su oficio. Desde la cima del Tepeyac hasta Argentina, los hermanos caminan hacia donde los pasos manden.

 

 

 

 

 

 

Aquí en Querétaro el legado sobrevive a pura voluntad más que por reconocimiento. «Nos vamos a tocar y no nos dan nada, ni nos pagan. Nomás andamos de voluntarios y muchas veces regresamos caminando —menciona Fidel—. Sí nos valoran, pero como que duele.» No hay apoyo institucional ni tampoco herederos. «A mi papá le enseñaron otros pifaneros que había», dice Fidel. Hoy, sus hijos prefieren tocar mariachi, algo que deje más. Sus nietos, nada. «No quieren», exclama con resignación.

 

 

Cada diciembre, cada posada, en Semana Santa, en la fiesta patronal a santa María, a san Miguel, los hermanos aparecen, flauta y tambor en mano, haciendo lo suyo. No hay plazo que no llegue, dice el verso popular, y el silencio después de guardar los instrumentos se acerca. «Es triste que seamos los últimos dos —admite Marcelo, el más callado—, porque ya nos acabamos.» La Magdalena, cuna de pifaneros, ya no suena como hace treinta o cuarenta o cincuenta años. Quedan solo dos notas caminando entre sus cerros, tocadas por los hermanos Álvarez Ramírez, para que el olvido no gane del todo.

 

 

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