Las voces del agua

En TURISMO

Por José Manuel Velasco 

 

En Querétaro hay ríos, bordos, presas, cascadas, pozas frescas y manantiales. Durante los meses de lluvia, el agua encharca las calles, deslava los cerros y corre por canales, arroyos, acequias y tuberías.

 

Otras veces estalla disparada en rehiletes y mangueras, o amortigua los rayos del sol en las albercas de los balnearios. Arrecia e inunda patios, azoteas, plazas y vecindarios; nutre los campos del valle y lava el polvo acumulado en chimeneas, ventanas y tractores. Refresca, limpia, erosiona y se evapora. Hace su ciclo: se condensa y se congela; azota en granizo y corta el paisaje.

 

Arriba en las montañas, los ríos suelen transmutar en vergeles. El Chuveje, Escanela, Concá y Maravillas, con sus aguas turquesa y su verdor exuberante, son embajadas del paraíso. No es casualidad que el poeta Edward James haya soñado un castillo de aire en las lindes de estos parajes, allá donde el agua es fría y la humedad abraza como un hálito benévolo. Un jardín de orquídeas crecido en las faldas de los cerros, en los altos del mundo que hace millones de años estuvieron sumergidos bajo las aguas del océano.

 

El río Querétaro primero se llamó río Blanco, y sus aguas fueron transparentes y cristalinas. Y hace algunos años —quizá cuarenta o cincuenta—los habitantes de Querétaro todavía se bañaban en ciertos tramos de su corriente. Los abuelos de esta región recuerdan los chapuzones en El Piojito, en los Socavones y en la Presa del Diablo. Y a algunos no tan viejos nos emociona imaginar aquel paisaje ripario de La Cañada a comienzos del siglo XX: un oasis del semidesierto a donde iban a refrescarse personalidades como Venustiano Carranza o el pintor Gerardo Murillo, mejor conocido como Dr. Atl.

 

Según algunos hidrógrafos, nuestro río es un «río manso» —diría la RAE: «de condición benigna y suave». No es de gran caudal ni de corrientes impetuosas; sin embargo, es voluble y susceptible a los cambios estacionales. En los meses de lluvia deja de ser un riachuelo apocado y se desboca con furia hasta fundirse con otros afluentes. Estos vaivenes temperamentales están detrás de inundaciones como la de 1912 o la de 1986, cuando los desbordamientos del río fueron incontenibles.

 

Durante la mayor parte del año, el río Querétaro es tranquilo y discreto, con cierta tendencia a em pozarse y a bifurcarse en pequeños arroyuelos. Si otros ríos son propicios para la navegación y la pesca, este pareciera haber brotado para saciar la sed y refrescar con sus aguas las fatigas del trajín cotidiano; más que al viaje o a la aventura, este río ¿invita? —invitó alguna vez— al reposo y la contemplación.

 

A pesar de su mansedumbre —o quizá debido a ella—, es también un río pertinaz. No ha habido dique, industria o población que consiga desecarlo, y en sus riberas aún brotan plantas de maíz y frijol. En los trabajos de saneamiento, se han encontrado tortugas, loros, culebras, cacomixtles y hasta iguanas. Y como testigo de esta fertilidad se yergue el árbol más viejo de la ciudad, unahuehuete de 170 años que hunde sus raíces cerca del puente subterráneo que cruza Bernardo Quintana.

 

 

En su Relación Peregrina de el agua corriente que para beber y vivir goza la muy noble, leal y florida ciudad de Santiago de Querétaro de 1739, el cronista Francisco Antonio Navarrete narra que «aunque Querétaro tenía sobrada agua [...], le faltaba lo que más resplandece en las religiosas que es la pureza, limpieza y claridad». Cuenta también que tras el arribo del agua a Querétaro hubo quince días de fiesta entre ceremonias religiosas, desfiles, banquetes, comedias y cánticos en las plazas.

 

El río Querétaro primero se llamó río Blanco, y sus aguas fueron transparentes y cristalinas. Y hace algunos años —quizá cuarenta o cincuenta— los habitantes de Querétaro todavía se bañaban en ciertos tramos de su corriente.

 

Entre el Pinal del Zamorano (al poniente), el cerro del Frontón (al oriente) y la Peña de Bernal (al sur), queda enmarcado un territorio del estado que se conoce popularmente como el Triángulo Sagrado. Para el pueblo otomí o ñäñho, estas tierras son la herencia natural y espiritual de sus antepasados, quienes subsistieron de la caza y la recolección, y que mantuvieron una cultura de integración y respeto con los elementos naturales.

 

Este paisaje de biznagas, órganos, huizaches, mezquites y nopaleras es el escenario de sus peregrinaciones, en las que año con año renuevan el pacto de los hombres con Dios. Una alianza que se expresa a través de la tríada simbólica que integran el agua, el cerro y la cruz; elementos que condensan los procesos espirituales en los que el alma asciende para fundirse con la luz.

 

Siendo esta una región agreste y de poca lluvia, los ñäñho atienden a los llamados del agua y la valoran como un don de los dioses. Al igual que para otras culturas ancestrales, para ellos el agua es fuente de vida y purificación. Como la lluvia, las lágrimas lavan el alma de las emociones perjudiciales, y en los arroyos y manantiales uno se sumerge para nacer de nuevo. Así, el río compar te con la tradición cristiana una vocación bautismal: en sus aguas se baña el hombre para dejar atrás lo que ya no le sirve, y en sus orillas echa la semilla de los frutos que le dan sustento.

 

La cruz representa el camino: un peregrinaje que apunta hacia el corazón, al centro en donde se reconcilian lo terrenal y lo espiritual. Y ese camino conduce invariablemente a la montaña, lugar de luz, plegaria y sacrificio en donde se obtiene la visión. Ya sea al cerro del Frontón, al Zamorano o a la Peña de Bernal, los ñäñho se dirigen para impetrar la lluvia y agradecer el final de un ciclo.

 

En lo alto del cerro del Zamorano —que es también un volcán extinto que se formó hace alrededor de diez millones de años y que con sus 3280 metros de altura es la montaña más alta del Querétaro— nace el río Querétaro. Ahí arriba, en esa región matriz y generadora, la relación hombre-naturaleza aún mantiene su equilibrio. Próximos a la fuente, los espíritus del agua se complacen en regar al mundo con sus bendiciones.

 

 

Cuentan que, a finales de la década de los setenta, en un bordo cercano a las rancherías que asoman al río Querétaro, el cual actualmente atraviesa los municipios de Querétaro y El Marqués, se reportó la presencia de un animal extraño y de gran envergadura. Enseguida corrieron los rumo res por la zona y muchos dijeron que aquella bestia era un castigo del cielo y una maldición.

 

Hasta que un buen día, harto del misterio, un valiente o un borracho (según las versiones del relato) —o tal vez fueron los dos al mismo tiempo— se internó en el bordo decidido a acabar con aquella bestia horripilante. Aunque hubo quienes quisieron prevenir a aquel héroe gallardo y temerario, pudo más su audacia y acabó con su vida en las fauces del mentado monstruo del agua.

 

Lo que la policía descubrió fue que cerca de allí se encontraba el rancho de un magnate estrafalario de esos que tienen por afición coleccionar especies exóticas. Pues resulta que desde hacía algunos meses su hipopótamo se había fugado. Y como podrás suponer ahí acabó la historia, que con el paso del tiempo se transformó en leyenda.

 

Están también los relatos del temido chan del agua, criatura mítica a veces representada como mitad lagarto y mitad humano que habita los fondos del río y de los manantiales. Al chan se le atribuyen ahogamientos, terrores nocturnos y apariciones espectrales que inducen a la parálisis y a la locura. Así como los griegos tuvieron a las náyades y a las ninfas, y los germánicos a sus misteriosas ondinas, acá tenemos al avieso chan, primo cercano de los chaneques y del chupacabras.

 

De fantasmas solo tengo registro de uno que —antes de ser fantasma— fue ajusticiado sobre el puente que está a la altura de la calle Ignacio Manuel Altamirano. La historia dice que durante los años del Segundo Imperio hubo un pleito entre dos fulanos. El primero, del barrio de San Sebastián; y el segundo, del barrio de Santa Ana. Como es costumbre en los pendencieros, estos solían verse las caras en el citado puente para hacerse de palabras e injuriarse con bravatas y bravuconerías, perturbando el sueño y la calma de los habitantes de aquella parte de la ciudad.

 

Cansado de las quejas de los ciudadanos, el prefecto mandó hacer guardia al sereno, quien al querer pacificar a los rijosos solamente consiguió ser degollado con un tranchete. La cabeza cayó al río, los fulanos huyeron a ocultarse en sus respectivos barrios y el cadáver del sereno quedó tendido sobre el puente. Las palabras hicieron lo suyo, y desde entonces aquel puente se conoce —¿o se conocía?- como el Puente del Degollado, en donde cada tanto se aparece el espectro del sereno sin cabeza.

 

Además de una cuadrilla de patos perplejos que hasta hace algunos años todavía pasaban sus tardes en el tramo de río que está a la altura de Corregidora, he visto a unas aves muy curiosas de pico alargado, que en algo recuerdan al kiwi, pasearse muy orondas por las banquetas de avenida Universidad.

 

El poeta Juan Balderas, cronista del barrio de San Gregorio, me platicó de las lanchas que rentaba don Cuco en La Loma, un laguito recoleto que estaba en las faldas del Cerro de las Campanas; y también de la tarde en que su amigo Miguel segó un tambo de aluminio por la mitad, improvisó una embarcación y se echó al río con la ilusión de navegarlo; o de otra ocasión en la que una cumulonimbus, esas nubes de tormenta con forma de yunque invertido, se posó sobre el río Querétaro para descargar relámpagos y remolinos. Tantas historias y personajes fluyen sobre la corriente del río: metáfora del tiempo y del devenir humano; símbolo de renovación, renacimiento y purificación; espacio de encuentro, de sanación y de reposo; ruta de los pueblos que han habitado este territorio desde hace siglos; y arteria líquida de una ciudad que hasta hace poco se detuvo a escucharlo, a sentir su corriente y a mirarlo amorosamente.

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