Fútbol en primera plana: rutas de una ciudad balompédica.

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Fútbol en primera plana: rutas de una ciudad balompédica.

Juan José Rojas

 

Asistí por primera vez a un estadio de fútbol de la mano de mi padre. Él fue responsable directo de integrarme a los bienes de la patria futbolera que, a la fecha, me sigue causando interrogantes. Es decir, ¿vale la pena consumir este deporte? ¿Y si, no sé, me cambio al béisbol, quizá; o al básquet?

 

 

Confusiones, confesiones

 

A veces creo que la respuesta la puedo encontrar en el boxeo. Mi padre y todos sus hermanos boxearon desde muy chicos, en diferentes categorías y a diferentes niveles, unos destacaron más que otros, es verdad. El tío Paco, el mayor de todos los Rojas, cuenta que como sparring noqueó al Mantequilla Nápoles. No lo sé, señales hay para alejarme del fútbol; sin embargo, pasa que me gusta tanto el jueguito este.

 

 

Hace poco conversé con Leo Sosa, amigo argentino radicado en Querétaro por razones laborales. Hablamos de todo y nada, que si el rock argentino es mejor que el mexicano, que si la comida, que si la lengua, el lunfardoo el albur. Y sin excepción todas esas cometidas discusiones nos arrojaron a los partidos, los años noventa y el odio al fútbol moderno.

 

Cuando recibí la invitación para redactar sobre esta pasión —que ni yo comprendo—, pensé en las muchas razones para, de una vez por todas, dejar de hablar de fútbol. «Pero vamo, guachín —me dijo Leo con ese acentito más mendocino que porteño—: las pasiones no se cambian.»

 

Más allá de la frase que evidentemente les gusta a los argentinos porque les dio un premio Óscar y la escena de un plano secuencia inolvidable (seguro ya vieron la película El secreto de sus ojos), la idea esa del cambio no me parece descabellada. Tal vez por eso, cuando pienso que me alejo del fútbol, vuelvo y hago un podcast sobre fútbol, o vuelvo y compro otro libro sobre fútbol, o vuelvo y adquiero otro jersey sobre fútbol... o vuelvo y escribo aquí, en la Asomarte, sobre otro texto de fútbol.

 

Y qué le vamos hacer. Encima, el Mundial está a la vuelta de la esquina y es imposible no calentarme la cabeza imaginando las posibilidades de que, ahora sí, México va a trascender. La ilusión colectiva me acompaña, soy parte de, ahí me siento yo.

 

No sabes qué harás mañana, pero ya sabes dónde vas a ver el Mundial. Camino de Santiago de Querétaro.

«Decime qué de fútbol hay aquí», preguntó Leo como el extranjero perdido que se quiere adaptar. El balompié puede llegar a ser un medio para diseccionar las ciudades: siempre viene a mi mente la escena de Spotlight donde Marty Baron, jefe de redacción recién llegado al Boston Globe, le explica a Robby, director de primera plana, la razón del porqué lee un libro sobre los Red Sox: no por una pasión al béisbol, sino para conocer mejor la ciudad a la que se acaba de mudar.

 

 

El fútbol tiene los elementos para explicarnos mucho de esta ciudad. En 1986 Querétaro conectó historias, anécdotas y crónicas que atraviesan la historia deportiva de nuestra entidad.

 

Entonces le digo a Leo que, para entender el fútbol local, visite ciertos lugares. Y primero le sugiero que vaya al barrio de Hércules, donde empezó todo. Entre sus calles encontrará las narrativas y los testigos de u pasado que grita fútbol y tradición, un binomio descriptivo de la colonia.

 

Fue en 1922, cuando la fábrica de Hércules pertenecía a la Compañía Industrial Manufacturera de Capital Inglés, que el administrador general de la empresa, Henry Byron, trajo el fútbol a la ciudad con el objetivo de erradicar la ausencia laboral y el creciente alcoholismo entre los trabajadores de la fábrica.

 

Pensó que el deporte sería el bastión con el cual mitigar las ansiedades etílicas de los obreros; les dotó de identidad, colores (de la bandera de Inglaterra) e indumentaria. Una posible primera alineación en la historia para un combinado queretano incluye los nombres de Ignacio Larra- cochea, Ignacio Urquiza, Carlos Isla y Gregorio Juaristi. Un siglo después la tradición persiste.

 

 

Por eso le digo a Leo que camine las calles, que platique con la gente, que coma tacos con Diana y pruebe las nieves. Que conozca la remodelada cancha de La Purísima, que presencie un clásico Hércules vs. La Cañada, que beba cerveza en la fábrica y observe las historias que cuentan los murales del barrio para que después tome camino hacia un sitio muy especial.

 

Querétaro es una ciudad que sabe de mundiales, entonces lo invito a que se acerque al Estadio Corregidora. Francescoli, Neymar, Ronaldinho, Lothar Matthäus y Butragueño figuran entre los futbolistas que jugaron alguna vez ahí. Escenario del histórico 5 a 1 de España a Dinamarca; y del 1 a1 entre Alemania y Uruguay, recinto inaugurado un 5 de febrero de 1985 con golazo de Tomás Boy a Polonia. Tómate la foto, Leo, porque el estadio no tiene la culpa. No tiene la culpa.

 

Cartografías del Centro Histórico

 

Estamos sentados en un bar del andador Matamoros, es una tarde nublada y fresca en la capital del estado, preludio otoñal en su máxima expresión, pedimos un par de cervezas y conversamos sobre la posible alineación del tan esperado partido México-Argentina. Es el segundo juego del Mundial con más solicitudes de boletos, solo detrás de la final: la pasión hecha estadística.

 

«Estaría bueno ver el partido en algún pub o bodegón, ¿qué se parece acá?», pregunta Leo con la curiosidad de quien pretende enrolarse en la cotidianidad queretana. El escritor y periodista argentino Enrique Symns sugiere que los bares son los últimos pantanos de la selva, «lugares donde existe el riesgo», en esas esquinas y espacios que se trazan en las ciudades como oasis, el bar es una oferta para propagar la pasión donde el riesgo próximo es la mirada triste y pública de una posible derrota. No importa, nos gusta.

 

Wicklow puede ser una buena opción, en la calle 5 de Mayo es uno de esos bares donde se respira un cálido ambiente de cervezas y goles, ¡qué alegría! Su lúgubre instalación, de decoraciones deportivas y mobiliario rústico, nos sumerge inmediatamente en la sensación del romanticismo donde todavía es posible llegar a la mesa, o a la barra, a pedir un trago y servirse a las pasiones del deporte televisado.

 

Una forma de la experiencia no solo son las bases que prende la simplicidad del fútbol como práctica deportiva, en cada bar o cantina del Centro hay un testigo a modo de reliquia que posa sobre los muros gastados, recortes de periódicos, jerseys encuadrados, pósters de equipos del clausura 1998 donde en la fotografía salían hasta los hijos de los utileros.

 

Para presenciar aquello, invito a Leo a la cantina queretana, fondas donde los tragos, la comida y el ambiente lo harán sentirse parte de una fiesta nacional.

 

Le insisto, «debe ser un partido de México (menos el de Argentina, por obvias razones)», donde la identidad nos convoca y nos permite formar parte de algo más grande que el sentir individual. Le vamos a la selección, el fenómeno social y deportivo que más une al aficionado mexicano por más partidas de corazón que nos genere.

 

Entonces vamos al Barrio Alegre, botana, cervezas frías, vetustas instalaciones, alma de cantina pura con toda la decoración que sugiere todo, menos laicidad futbolera, en una esquina tan simpática como emotiva.Y el guacho está feliz.

 

 

Memoria y latidos

 

Javier Robles, 68 años de edad, joyero nacido en Querétaro, recuerda con nitidez cada momento del Mundial de 1986, desde una instalación de artesanos ubicados en la explanada del Auditorio Josefa Ortiz de Domínguez (lugar de reunión de cientos de extranjeros visitantes), hasta las plazas y jardines del Centro Histórico, como el Jardín Corregidora, donde en el mítico El Cortijo de Don Juan se aglomeraron alegres aficionados europeos en un bar de toques españoles y taurinos, hoy desaparecido.

 

 

—Yo me acuerdo que me acercaba a venderles, les vendía tanto en el Josefa como en el Centro, y ahí estaban los güeros, gritaban y cantaban cosas que ni entendía. Eran alemanes, escoceses, vi españoles también, al del bombo...

—¿Manolo?

—Ese, ese.

—¿Y le compraban de sus artesanías?

—¡Sí! —exclama Javier con el ánimo de quien vivió un Mundial encasa—. Estaban bien alegres, ya sabes, con sus copitas de más, pero haz de cuenta que cantaban y reían y brincaban, era bien bonito, mucho folclor.

 

En tiempos en que prevalecía lo análogo y se consumía el espectáculo deportivo a otro ritmo, aún quedan los testimonios y la nostalgia de una ciudad que se presume como territorio mundialista. Un aleph que, como escribe Borges, guarda entre sus muchos puntos el atardecer queretano como un paisaje tan soñado como contradictorio.

 

 

Al final me despido de Leo, tomará un vuelo directo a Santiago de Chile para luego cruzar la cordillera y aterrizar en su natal Mendoza. Ha sido un lindo viaje, pero ojo, no acaba aquí. Pasará las fiestas decembrinas con su familia para, después de reflexionarlo, elegir a Querétaro como su nuevo hogar. Bien sabe, como buen argentino, que, para escoger una ciudad de por vida, en sus calles se debe pregonar la pasión por la pelota. Y yo, bueno, basta de confusiones. Volví al fútbol.

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