Alonso Barrera

En PERFILES

 

Alonso Barrera no llegó al teatro por la escena, sino por dos de sus «quereres»: la literatura y la música. Siendo profesor, tuvo la necesidad de que los trabajos de naturaleza lírica de sus estudiantes «vieran la calle, la luz del día, y se enfrentaran a un público», así que montó una obra con ellos con el título Animales de circo, en la que cabían diversos referentes musicales que le eran significativos.

 

Después vinieron obras de Federico García Lorca que transcribía del libro a la computadora en una labor casi de amanuense y en la que se daba licencias «metiéndole mano y tijera, entendiendo la estructura dramática y el sonido de las palabras»; otras de dramaturgos alemanes como Bertolt Brecht o Georg Büchner —algo que, reconoce, quizá se lo hubiera pensado un poco más—; de autores contemporáneos como Angelica Liddell y Hugo Alfredo Hinojosa; una comedia alrededor de Joaquín Sabina que lo cambió todo y que provenía de sus vivencias en Madrid; un homenaje a Alejandro Aura que le condujo a un cambio sustancial en su vida personal… Rastros todos evidenciados en las placas que cuelgan en los muros de su teatro —el Foro de La Fábrica— que advierten del recorrido de estos dieciocho años: «Un camino un poco accidental, una búsqueda que estaba en mí», dice.

 

 

Hay en su labor, y en esa profesión autodidacta, una gestión de referencias. Su oficina en el centro cultural La Fábrica —la cual ocupa el mismo espacio que la de su padre cuando estaba al frente de una fábrica de estructuras metálicas, con el mismo cuadro de La fragua de Vulcano colgado en la pared— da cuenta de su universo referencial como autor. Se podría hacer un relato personal y de sus obsesiones con los objetos en esa oficina que, como su vida, comparte desde hace un tiempo con sus dos pequeños hijos, León y Leonora. Por ejemplo, los legos que colecciona, la docena de cuadros en sus muros, una fotografía con Robert Wilson y una reproducción de las páginas de los cuadernos originales de Nick Cave, una suerte de collage con anotaciones en máquina de escribir, etiquetas autoadhesivas y sellos de la canción «Hollywood».

 

A veces, cuenta, una idea puede estar alojada años en su cabeza, provenir de alguna afición así, y concretarse de pronto, tal y como ocurrió con su más reciente obra, realizada junto a su esposa, María Aura: Dios te hará invencible con esta espada. Detrás de ella hay un trabajo de cinco años, una playlist con diez horas de música y un texto que se ha ido ajustando a la realidad que lo permea. En sus primeras obras dialogaban Wagner con los ecos de Apocalypse Now, Arcade Fire, Bob Dylan y el «Soy Bomb!» de Michael Portnoy —elementos que aparentemente no tendrían que estar juntos.

 

Y es que su trabajo, además de ese traslado de la literatura a la escena, se forjó abrevando en esos quereres ajenos a la dramaturgia, a través de los cuales fue ensamblando su forma autodidacta del quehacer teatral. Tom Waits o Lou Reed o David Bowie lo condujeron a referentes escénicos, a un «despertar visual» para constatar «que había otro tipo de teatro y de realidad». —A Robert Wilson no llegué por el teatro, llegué por la música —dice refiriéndose a los discos Blood Money y Alice que Tom Waits hizo para sus colaboraciones con una de las grandes influencias de Alonso. Esa impronta wilsoniana de composición espacial a partir de lámparas fluorescentes (que también tienen su origen en las que se usaban en la fábrica de su padre), caracterizaciones con rostros blanquecinos y, sobre todo, trazos límpidos, se percibe en dos testimonios sobre su trabajo. 

 

 

Después de una presentación de Iluminaciones [0] de Hugo Alfredo Hinojosa, Rodolfo Obregón escribió que su trabajo tenía «mucho que ver con el planteamiento wilsoniano de separar los lenguajes de la escena para romper la pleonásmica ilustración del texto y lograr —idealmente— que el público vea y escuche al mismo tiempo». Un teatro visual, como le llama Alonso a lo largo de las entrevistas.

 

La otra fue la de Angélica Liddell, hoy una de las autoras más importantes de la dramaturgia en español. En una entrevista durante su visita para presenciar la puesta en escena de Once Upon a Time in West Asphixia, Liddell se refirió al trabajo de Alonso como un contrapunto al exceso verbal y de repugnancia de su obra, que le daba tensión a la escena: «esa limpieza absoluta, esos gestos que no son realistas, que son una construcción poética desde lo que puede ser espiritualmente todos los movimientos emocionales trasladados de una manera absolutamente limpia». La belleza, decía, es fundamental cuando uno se enfrenta a ella como espectador. «Yo creo que hay una contradicción y un conflicto soberbio en la creación, que es que por muy horrendas que sean las cosas de las que estás hablando, el resultado es hermoso siempre y es la mejor manera de relacionarse con el horror y de comprenderlo. Y es lo que hace Alonso.» 

 

 

Hoy en día, en su trabajo conviven, además de esas referencias, dos procesos, dos géneros y dos formas de crear: la alquímica y solitaria, la de planificación que luego se prueba en escena, por un lado; y, por el otro, la colectiva, en la que el texto se suelta para que lo trabajen los actores. —Me han dicho que un buen director tendría que ser un buen cocinero, y la realidad es que yo soy muy malo. Pero sí creo más en la referencia de la alquimia. El proceso es muy solitario antes de llegar al escenario, escuchando cosas mientras hago la dramaturgia o un boceto de lo que pienso que podría ser, y que de repente al poner estos ingredientes funciona algo mágico e inesperado. Lo pruebas en escena y a veces es reconfortante que estabas en lo correcto y otras es un desastre. Por el contrario, en ocasiones se trata de un tema colectivo y de saber a dónde se va a navegar con un equipo de trabajo, «porque más allá del diseño y la alquimia, está el factor humano, que es el más importante del teatro»: cómo convencerlos de la travesía en la que tienen que llegar a un puerto seguro para decir algo guiados por la luz de la intuición y la contraintuición. «Ahí está el trabajo de director, de vendedor de autos usados, de convencer al equipo de que todo va a estar bien», dice. Esa es la mezcla entre alquimia y factor humano: de un proceso solitario a uno colectivo.

 

En una ocasión en que pudo conocer a Robert Wilson en Nueva York, el director texano le habló precisamente de la intuición como herramienta, algo que, le dijo, a diferencia del intelecto, no se puede reemplazar con tecnología. Para Alonso la intuición ha tenido el mismo peso que la contraintuición: saber que hay elementos que simplemente no van, no riman, o que generan tensión —como poner en el lenguaje sucio un montaje limpio. —Para romper las reglas, primero hay que conocerlas, ¿no? Pero en mi caso, muchas de ellas las aprendí a la mala, lo que sí se podía hacer y lo que no se podía hacer, pero había que intentar de todos modos. En una atípica carta de recomendación de 2007, el fallecido dramaturgo Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio escribía de él: «hay gente que se prepara toda la vida para el teatro y nunca lo encuentra, hay otros, muy pocos, pero los hay, como Alonso Barrera, que como las aves del monte, intuyen el teatro, son teatro desde antes de saberlo».

 

 

Antes de una escisión en su trabajo, de dedicar una gran parte del tiempo a proyectos colaborativos bajo el paraguas del género de la comedia, hubo un proyecto que le cambió la vida más allá del escenario: Cuentos y ultramarinos, una obra hecha por encargo para un homenaje al escritor Alejandro Aura, que, en lo profesional, fue una «una transición escénica de volver a un teatro más convencional», mientras que en lo personal le significó la construcción de un puente al centro actual de su vida: su esposa e hijos. —Lo verdaderamente mágico y milagroso fue que María y yo nos unimos personalmente. De ahí empezamos a trabajar y fue entrar a un mundo completamente distinto al mío, el de Alejandro Aura, de Carmen Boullosa, de María con el mundo Nación danzombie (2016) de Alonso Barrera.

 

Alonso aparece como Donald Trump. «hay gente que se prepara toda la vida para el teatro y nunca lo encuentra, hay otros, muy pocos, pero los hay, como Alonso Barrera, que como las aves del monte, intuyen el teatro, son teatro desde antes de saberlo» del cine. Ahí vino un momento para pausar y repensar tanto el trabajo en La Fábrica como el trabajo escénico. Entrar a ese mundo lo volvió a poner en un sitio particular en los núcleos familiares. En la suya, fue el único interesado por el arte, y de pronto llegó a una que giraba alrededor de este, gracias a lo cual ha tenido algunas ocasiones memorables al resguardo de la familiaridad: —La mejor charla que he tenido sobre Star Wars fue con Salman Rushdie —dice riendo.

 

Es como si la vida privada se hubiera trasminado a la profesional, o viceversa. Todavía hoy emprende proyectos junto a su esposa sin edificar un muro entre la casa y el teatro. A veces, cuenta, se descubre conversando con ella acerca de la mejor decisión para la escena mientras están sentados a la mesa comiendo con sus hijos. Después vino un giro, la escisión como una encrucijada a la que se encara con las herramientas que da la intuición y su reverso. A la par de trabajar una continuación de Iluminaciones —un trabajo muy duro en que la violencia se trasladaba del relato global al sangriento presente de México—, comenzó a escribir una obra sobre su experiencia de vivir en Madrid y alrededor de Sabina, una figura que marcó su vida profesional y personal por largo tiempo, pero en un registro distinto: el cómico.

Por entonces sus referentes de comedia eran programas de televisión como Saturday Night Live o Seinfeld, pero no tenía una vena creativa cercana a la comedia, no obstante aquella obra, por alguna razón, se materializó en clave de humor. —Un día antes del estreno le dije a María que ese era el error profesional más grande de mi vida, sentía que estaba poniendo en juego una reputación y una línea de trabajo de muchos años.

 

Y, sin embargo, aprendió a tomarse un poco menos en serio a sí mismo y a la escena, no en términos de importancia, sino de reírse sabiendo que «se pueden hacer de un modo distinto las cosas y no pasa nada». Lejos de que no pasara nada, sí pasaron muchas cosas, dice: el teatro albergó el doble de localidades desde entonces, a pesar de que pensara que aquella temporada de Pongamos que hablo de Joaquín sería su debut y despedida en la comedia. Se dio cuenta, contrastando los dos montajes de ese año, que la comedia era un canal para plantear una reflexión donde la gente se puede reír como si de una buena caricatura política se tratara, además de una nueva expedición literaria con sus propias reglas y particularidades.

 

Desde entonces el trabajo con la compañía estable de La Fábrica Teatro se hace con textos de su autoría, los cuales han sido la búsqueda de un canal de comunicación y un público para «reflexionar de otra manera». Para Alonso, ambas formas de trabajar en el teatro son necesarias: la del juego puro o la experimentación minuciosa. El Foro de La Fábrica es prueba de que ambas cosas pueden convivir al interior de un mismo espacio, como sucede en la mente de su creador —Qué tanto quiero vivir en esta pretensión de hacer algo que no araña siquiera el muro de la realidad más inmediata, no lo sé. La comedia, en cambio, es algo muy serio, es un vehículo para hablar de cosas muy duras. 

 

 

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