Pati Ruiz Corso: «Nuestra Sierra Gorda es un tesoro nacional»
En PERFILES
Por Juan José Flores Nava
Pati es la mujer famosa. Pero Martha Isabel es quien firma los documentos. Por eso Martha Isabel no se extraña cuando recibe una invitación para asistir al mismo evento al que ya había sido invitada Pati. Y eso que hay veces en que, como para animarla, a Martha Isabel le dicen: «No puedes faltar. Va a ir Pati».
Nada habría de raro en todo esto si no fuera porque Pati y Martha Isabel son —aparentemente— la misma persona. Digamos que, mientras a Martha Isabel Ruiz Corzo podemos imaginarla seria, imperturbable y taciturna, haciendo todo el papeleo que le requiere su trabajo como activista ambiental y directora del Grupo Ecológico Sierra Gorda, a Pati Ruiz Corzo nada más no: porque Pati es emotiva, alegre, estridente, expresiva, dicharachera, determinada, explosiva, etcétera.
«Siempre he tenido ese instinto un poco como de volcán —dice Pati—. Me comporto, sí, pero adentro me bulle. Me bulle la urgencia. Mi elemento es la alegría. Y mi atención está en el bien común.»
Este 2023, Martha Isabel Ruiz Corzo, a quien todo mundo llama Pati, cumplió 70 años, cuarenta de los cuales los ha pasado en Agua del Maíz, que es como se llama el rancho que habita, al lado de su esposo, Roberto Pedraza, y de sus dos hijos, Roberto y Mario, en la Sierra Gorda de Querétaro. Desde este lugar, localizado en el municipio de Jalpan de Serra, se fue volviendo una de las defensoras de la naturaleza más reconocidas en México y el mundo.
Por poner un ejemplo: en 2013 el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente le otorgó el premio Campeones de la Tierra, que es algo así como el Nobel de la Ecología, en la categoría «Inspiración y acción». También, entre otros, ha obtenido el Premio Música México para la Transformación Social (2022), el One World Award (2021), el Global Citizen Prize: Premio al Héroe Mexicano (2020), el Premio de la Organización Mundial de Turismo de la ONU (2018), el Premio Wangari Maathai Paladines del Bosque (2014), el Premio National Geographic (2012) y hasta el Rolex Awards for Enterprise (2002).
Pero sin duda su logro más importante es el de haber conseguido que el 19 de mayo de 1997 el Gobierno Federal emitiera un decreto que convierte a la Reserva de la Biosfera Sierra Gorda en un área natural protegida. Más significativo aún es que no lo hizo sola, sino que al frente del Grupo Ecológico Sierra Gorda organizó y asesoró a las más de seiscientas comunidades dueñas de estas tierras para lograrlo. Se trata del primer y único decreto de este tipo gestionado por la sociedad civil.
Para vislumbrar su impacto, basta añadir que la Reserva de la Biosfera Sierra Gorda ocupa una superficie equivalente a más del 30 por ciento del estado de Querétaro y abarca parte de los municipios de Arroyo Seco, Jalpan de Serra, Landa de Matamoros, Pinal de Amoles y Peñamiller. Se tienen registros de que en ella hay más de 1700 especies de flora, 124 del reino Fungi, y alrededor de 23 especies de anfibios, 72 de reptiles, 363 de aves y 131 de mamíferos.
—Nuestra Sierra Gorda es un tesoro nacional. Es un reservorio con jaguar, con puma, con oso, con tucanes… ¡Tenemos más mariposas que Estados Unidos y Canadá juntos! Somos lo más sureño del oso y lo más norteño del jaguar —me dice Pati Ruiz Corzo en una entrevista por videollamada cuya duración se irá como el agua y terminará cuando Martha Isabel deba integrarse a una reunión fiscal que ya tenía programada.
El enanismo de la sociedad moderna
Aunque a estas alturas cualquiera pensaría que Pati siempre ha sido una mujer de montaña, no es así. Hubo un tiempo en que fue no solo —y por alrededor de veinte años— violinista de una orquesta de cámara, sino una Barbie entaconada, una miss estricta, una alegre maestra de música a la que sus alumnos querían muchísimo.
—Trabajé de Mary Poppins por catorce años en el Colegio John F. Kennedy de Querétaro. Era la maestra más feliz —dice.
Antes de eso, claro, fue una alegre jovencita, un torbellino que arrastraba a sus compañeras al juego y a la diversión. El puro relajo.
—Mis amigas y yo éramos una banda de queretanas tremendas —dice mientras el recuerdo le planta una feliz y pícara sonrisa en el rostro—. Eso sí, nunca hicimos cosas gruesas, pero en las noches me dolía la cara de tanto que me había reído a lo largo del día. Todo mundo me quería. En Bellas Artes, que fue la escuela de mi corazón, un director y otro sencillamente adoraban a Martita la del violín. La maestra Esperancita Cabrera, excelsa pianista queretana, era mi pura cuata. No pude haberla pasado mejor.
Aunque la ciudad de Querétaro en la que Pati creció era más parecida a un pueblo que a la gran urbe de concreto y pasos a desnivel que se va confirmando ahora, un día tomó la decisión de escaparse a la sierra con su familia. Desde ahí observa que hoy estamos en un punto de no retorno y que aquella ciudad que ella vivió ya no existe más.
—Yo me iba a bañar al río Querétaro, jugaba por toda la avenida Cimatario como si fuera el patio de mi casa; llovía y, de ley, todas nos salíamos a empapar; pasaba el cartero y nos echaba un raid o nos subíamos al carretón de la leche hacia Carretas. Crecí en un Querétaro precioso.
Sin embargo, reflexiona, los grandes ideólogos la regaron al inventar la modernidad, que mete a todo mundo en una cadena de insatisfacciones, de puros valores falsos que jamás pueden nutrir de manera suficiente el espíritu. Así que, afirma, nos hemos ido chueco.
—Se nos ha olvidado que la salud depende del aire que respiramos, de los alimentos que comemos y de la tranquilidad, cosas que solo el contacto con la naturaleza nos puede proveer —dice Pati, quien, enojada, alzando esa sólida voz que la caracteriza, esa «voz ronca y rasposa de quien ha cantado a todo pulmón un millón de canciones», como la describió la periodista Teresa de Miguel, añade—: Por eso les pido a los papás que les enseñen a sus hijos a amar a la naturaleza, que los lleven a un río, que los inviten a abrazarse de un árbol, que no los vuelvan huérfanos en un mall chupando bolas de manteca saborizada y promoviendo todo tipo de deseos superfluos. El enanismo de la sociedad moderna me aterra.
«Dios es un abismo, sáltalo»
El bagaje con el que Pati llegó a vivir a la montaña le servía de muy poco. Para empezar porque ni siquiera sabía caminar por las veredas arcillosas: cada vez que lo intentaba, solo conseguía avanzar de sentón en sentón. Se dio cuenta de que no sabía sembrar una hortaliza, de que no sabía coger un azadón, de que no tenía la menor idea de cómo cocinar con leña. Bueno, confiesa que ni lavar los trastes sabía.
No obstante, Pati ya había saltado al vacío. No había marcha atrás. Tomaba fuerzas de lo que una amiga le había compartido hacía un tiempo. Un día, contaba su amiga, le preguntaron a Francisco de Asís: «Francisco, ¿qué es Dios?». Él se volteó y dijo: «Dios es un abismo, sáltalo».
Así que ahí estaba Pati, junto con su familia, en Agua del Maíz. Los primeros ocho días no dejó de llover. Mañana y noche. Además, no había luz. Desde aquel momento, fueron ocho años alumbrándose con velas. Lo que dio ocasión para que la familia conviviera de un modo muy distinto al que lo hacía en la ciudad.
—Conversamos mucho, aprendimos a cantar un montón de corridos con el acordeón, creamos vínculos muy estrechos y brotó la creatividad cuando tuvimos que ingeniárnosla para divertirnos de otro modo —recuerda—. Además, saqué de la escuela a los niños y les di su escuela en casa desde hace más de cuarenta años.
Hoy Roberto es fotógrafo de la naturaleza y Mario se dedica a la conservación de los suelos. Y Roberto papá, además de ser un pilar del Grupo Ecológico Sierra Gorda, es, a sus 74 años, «el brigadista de incendios más ágil» que existe en toda la reserva, según Pati.
Por su parte, Pati, desde que llegó a la montaña, cambió su estilizado cabello de salón, por una sencilla trenza; sus tacones, por unos huaraches rojos; sus fabulosos vestidos, por unos batones que la han vuelto un personaje muy singular rápidamente asimilado por las comunidades.
—Me amaron por relajienta, risueña y fachuda —dice con júbilo.
Desde luego que es en Agua del Maíz donde Pati tiene su sitio favorito. Está en el bordecito de una montaña grandota desde donde puede mirar un bosque con árboles de cuarenta metros de altura.
—Tiendo una lonita en ese lugar, que es como una banquita, para echarme unas siestecitas deliciosas, ahí nomás, pegadita a la montaña, como otro animal, como un puerco de monte.
Luego sale a pasear con Bilbo, un perro de esos chaparritos que corretean a las borregas. Dice Pati que, más que un perrito, el buen Bilbo parece un puerquito de monte de bracitos cortos. También, afuera de su casa, Pati tiene una árbol de liquidámbar con la que habla a diario.
—Yo digo que es mamá porque cuando llueve su tronco se le pone rosado. Mide como cuarenta metros y tiene como cuatrocientos años. Cada vez que salgo al patio y la veo con esa urdimbre exótica (por atascada de hojas verdes), el corazón me da vueltas. Y lo menos que le digo es: «Te adoro. Estás preciosa».