Aurelio Olvera

En PERFILES

Por: Elizabeth Acosta Haro

 

Es curioso cómo en ocasiones los reconocimientos y títulos otorgados para conmemorar la grandeza y valía de una persona fallan en transmitir aquellos aspectos que en el fondo la llevaron a recibirlos. Aunque es claro que la persona en cuestión es digna de tales homenajes, con el tiempo se va creando una idea distinta de ella: una fría, apenas superficial imagen reducida a un listado de logros que, aunque por un lado enaltecen y cumplen su objetivo, van dejando grandes espacios en blanco en el libro que se escribe con su historia.

 

Conocer a una persona por sus méritos es, en realidad, conocer solo un holograma de la persona que existe detrás. Una fracción del todo. Ese era el acercamiento inicial que tenía con el maestro José Aurelio Olvera Montaño: la de alguien que mira de cerca un acordeón de páginas de diario. Una forma bidimensional de él.

 

 

Estudió en la Escuela de Música Sacra del padre Cirilo Conejo Roldán, la que después fue conocida como el Conservatorio de Música J. Guadalupe Velázquez, en honor a quien fue su fundador y primer director hace más de 127 años. Fue monaguillo, profesor de música en escuelas y universidades, director vitalicio de la estudiantina —de la que fue también su primer director. Cantó dos veces ante el papa Juan Pablo II. Fue actor en Cómicos de la Legua por más de diez años y director de la Banda de Música del Estado durante casi cincuenta. Fue también presidente del Patronato de las Fiestas de Querétaro y ha recibido un gran número de reconocimientos y homenajes.

 

Queretano de nacimiento, Yeyo, como le dicen sus amigos, fue el quinto de diez hermanos. Gran parte de su trayectoria musical la compartió con su hermano Luis, quien falleció hace algunos años. El amor de su vida fue su madre, con quien vivió varios años en la calle Francisco Fagoaga, en el Centro Histórico de Santiago de Querétaro.

 

Llegué cinco minutos antes de la hora y toqué a la puerta. Una voz entre suave y áspera me recibió. «Bienvenida, pasa. Estás en tu casa.» Llevaba sus manos en los bolsillos, acompañadas de una mirada que sonreía detrás de unas gafas pesadas.

 

Nos ubicamos en su estudio, con un gran piano en una esquina. Varios libreros cubrían las paredes; estanterías con figurillas de porcelana. En las paredes había cuadros, reconocimientos, fotos y cruces de distintos estilos. Unas partituras de corales en proceso se ubicaban en la mesita de centro.

 

 

Comencé por una de mis preguntas favoritas: 

 

—De niño, ¿recuerda qué quería ser?


El maestro, con sus manos juntas, recargadas sobre sus piernas, sonrió, pensativo.


—Nací en esta casa, he vivido aquí toda mi vida. Cuando tenía la edad de tres, cuatro años, recuerdo que en la esquina vivía un carpintero. Me encantaba ir a verlo y recoger tablitas de las que le sobraban de recortes, y le pedía que me las regalara. Me gustó la forma en la que trabajaba, y pensé: «cuando sea grande voy a ser carpintero», ¡pero no!, no lo fui.

 

—¿Sus padres también eran músicos?

 

—A mi papá y a mi mamá les gustaba la música, sí, pero no en forma práctica. Mi mamá, por razones de ayuda, quería tenernos en una escuela no de gobierno, que era lo común, sino una particular. Entonces todos los hermanos encontramos el camino en la Escuela de Música Sacra, con el padre Cirilo Conejo Roldán; aquí en Madero, a la vuelta de la casa. Él hacía una prueba y, si la pasabas, quedabas dentro del coro y entrabas con una beca para tus estudios de primaria, que era lo que había aquel entonces. Todos los hermanos pasamos y tuvimos la beca para ser cantores del grupo coral de la escuela de música, y cantores monaguillos en Catedral, porque había misas solemnes diariamente y se cantaba canto gregoriano. Nosotros lo aprendimos, primero de memoria y después la técnica y la parte teórica junto con la polifonía, porque se cantaba a cuatro voces mixtas.

 

—¿Usted de qué cantaba?

 

—Empecé en contralto, la voz grave del niño. Luego pasé un tiempo corto en tenor, voz aguda, y casi enseguida cambié a barítono. ¡Fueron más de setenta años los que canté!

 

Las casas, los espacios en general, se vuelven parte de nuestra memoria, de historia personal. ¿Cómo ha sido para usted habitarla durante tantos años?

 

—Recuerdo esta casa, pequeña. Inicialmente, el único cuarto que tenía techo era este. Y había otra pieza, pero era de teja. Mis hermanos mayores, que fueron cinco, nacieron en otras casas, el resto aquí, y nos criamos todos juntos bajo estos muros. Mi hermano Luis y el más grande se fueron, estuvieron en el seminario. Mi hermana Socorro también se fue muy joven a un internado. Mi mamá quería que mis hermanos fueran sacerdotes y mi hermana religiosa. Después se fue ampliando la casa; compraron literas, ¡eran un lujo! Vivimos una etapa hermosísima, con muchas limitaciones, pero con un cariño muy grande de nuestros padres. No nos faltaba nada. Sentíamos el entorno del barrio, y los niños que salíamos a jugar con los vecinos éramos felices. No envidiábamos ni requeríamos más de lo que teníamos.

 

 

—Entre la Escuela de Música Sacra, la actuación y el profesorado, ¿cómo fue que acabó estudiando Derecho?

 

—Cuando terminé mis estudios, dije: «voy a entrar a la universidad para prepararme un poquito más». Me decía el padre Conejo: «vete al Seminario, vas a ser padre», y yo: «ay, pues no me llama la atención», pero el padre me insistía y me insistía. Total que lo evadí y me metí a la universidad, pero para entonces ya estaba dando clases en el Queretano.

 

—¿Y Cómicos de la Legua?

 

—Había un grupo que tenía el licenciado Hugo Gutiérrez Vega, que se trataba de un programa de radio para leer poemas, pero me invitaron porque en ese tiempo iba frecuentemente a Santa Rosa de Viterbo a ver los ensayos de Cómicos de la Legua. Ahí sería la primera función, el 5 de septiembre de 1959, y ahí estaba yo en primera fila entre la audiencia. Ya como actor entré hasta 1960 con ellos, pero desde un año antes tenía el trato con Hugo. ¡Me le pegué, me le pegué! Me gustaba mucho la manera en la que trataba a los jóvenes y los mantenía ocupados siempre.

 

—La estudiantina fue también en esa época.

 

—En 1963 me invitaron a que formara parte de la estudiantina; yo estaba en segundo año de derecho. «No sé ni tocar la guitarra», les dije. «No, ya tenemos quien toque, lo que queremos es que tú los dirijas.» Y acepté. Con el tiempo, entre las giras y los ensayos, un día me dijeron: «o Cómicos o la estudiantina». Y pues me fui con la estudiantina.

 

—Y fue así que conoció y le cantó al papa; una pieza de su autoría, por cierto. ¿Se imaginó algún día conocerlo y cantar frente a él?

 

—Nunca. Recuerdo cuando estuvimos con el papa Juan Pablo II, la primera vez con la estudiantina para una gira en un festival de Roma. Cantamos «Cielito lindo», y la gente se puso a tararearla. Muy bonito. Pidieron permiso para ponernos junto a él para una fotografía, y dijeron que sí. La segunda vez fue cuando le llevamos la pieza que escribí yo, «Peregrino de la fe». Conocer al Santo Padre fue.... inolvidable. Hizo una pausa larga, y luego siguió: —No sabes, son sentimientos encontrados, uno no sabe cómo reaccionar. Fue una de las emociones más grandes en mi vida.

 

—¿Cuáles han sido las otras? 

 

—Con la banda, haber ido a los municipios de nuestro estado. Con los Cómicos, haber recorrido nuestra patria. Y, con la estudiantina, haber ido con el Santo Padre.

 

—¿Y los premios? ¿Hay alguno que tenga un significado especial para usted?

 

—Todos. Todos han sido para mí muy significativos, pero en ninguno de ellos me he sentido yo como el protagonista único, no. Cada que me entregan un reconocimiento, me siento incómodo. Porque todo lo que hemos hecho ha sido con base en el acoplamiento de buenas voluntades, de elementos que han trabajado y colaborado bajo la guía de un servidor, sí, pero entre todos hemos hecho la faena.

 

 

—¿El talento nace o se hace?

 

—El talento, para mí, es lo más valioso que puede tener el ser humano. Ahí está una forma de valorar lo que nuestra doctrina católica nos enseña; que Dios nos ha dado distintos talentos a cada uno, y estos son para desarrollarlo, en beneficio tuyo, sí, es válido; pero principalmente en beneficio de proyectarlo a los demás. Y esa es la satisfacción más grande que puede quedar después, llegar a una etapa final, tranquilo uno y ver que los demás puedan seguir su camino hasta donde Dios diga, ¿verdad? Porque todos tenemos una rayita, y de ahí... es muy difícil pasar.

 

—Pensando en todas las disciplinas en las que se ha desempeñado, ¿cuál considera que es su mayor talento?

 

—Yo le agradezco a nuestro Señor los talentos que me dio, a través de descubrir que en la música podía encontrar una manera de comunicarme con mis semejantes. Cuando nosotros estamos frente a alguien y por medio de la música nos logramos comunicar y transmitir nuestros sentimientos, estamos hablando con un lenguaje espiritual que trasciende y llega a lo más profundo del corazón. Y puede ser factible que la otra persona pueda también transmitir esa sensibilidad hacia los demás. Entonces si tú les ayudas a llevarlo a cabo, a través del trabajo, la palabra, a través del arte, ¡ya la hiciste! Estás logrando algo que realmente les va a ser útil para su vida. Yo, siempre que estoy frente a un grupo, le digo: «sientan...».

 

Impulsado por los brazos y la emoción, se levantó mientras expresaba las siguientes palabras:

 

—¡Sientan lo que están haciendo! No toquen nada más mecánicamente, no: ¡sientan!, ¡vívanlo!, ¡disfrútenlo!

 

Permaneció con los ojos cerrados y los brazos en alto unos segundos, antes de regresar a su posición inicial, sentado, en el banquito frente a mí.

 

 

Hay personas que te recuerdan los motivos más puros de lo que, para mí, representa un artista. No la fama, el ego, ni la popularidad: la sensibilidad, la entrega, el atreverse a sentir, a crear, a comunicar, a compartir. José Aurelio Olvera Montaño es una de esas personas.

 

Continuamos hablando hacia el cierre de la entrevista. Me acompañó a la puerta y, antes de despedirme, recordé algo más que quería preguntar:

 

—Por cierto, ¿cómo fue que lo «mataron» en la radio?

 

—¡Ah! Murió un amigo mío. Un señor que vivía ahí, en la esquina de 16 de Septiembre con Altamirano, tenía su carpintería. Me encantaba ir; verlo trabajar me recordaba a cuando era chiquillo. Se llamaba Aurelio. No sé por qué, el día que murió él, sacaron la nota y dijeron en la radio que había muerto Aurelio Olvera.

 

—Lo siento mucho. Era su tocayo carpintero. —El Aurelio que sí fue carpintero.

 

 

*Trabaja como estratega de marketing y comunicación digital. Creadora de distintos proyectos editoriales y culturales, entre ellos, el Grupo Editorial Mamá Dolores Cartonera. Autora de los poemarios Hologramas Oaxariosos y Lisztheria Colectiva, y aparece en varias antologías tanto de poesía como narrativa.

 

 

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