Las cadenas del conspirador
En PERFILES
Mi nombre es Epigmenio González Flores y nací en esta muy noble y leal ciudad de Santiago de Querétaro. Para 1808, junto con mi hermano Emeterio, establecí un pequeño taller de cambaya en mi casa, el número 8 de la Plaza de San Francisco. Mis oficiales y aprendices eran prácticamente como mi familia.
Fui educado bajo la doctrina católica, por lo cual me era inaceptable el trato que recibían los de mi estirpe a comparación de los españoles; así mismo, no congraciaba que entre religiosos tuviesen esclavos. Es así como decidí formar parte de la Conspiración de Querétaro e invité a mi hermano a formar parte de ella. Ofrecimos nuestra casa para que ahí se guardase el armamento.
Sin embargo, fuimos traicionados y el 13 de septiembre de 1810 mi hermano y yo fuimos tomados prisioneros. Mientras que en el pueblo de Dolores se escuchaba el grito de libertad por el Cura Miguel Hidalgo, yo me encontraba preso en el Molino de San Antonio. Se me desterró, me quitaron todas mis propiedades. Por hacer lo justo, fui castigado.
Desde una mazmorra pude apreciar la Bahía de Acapulco, esperando mi destino final. No pasó mucho tiempo sin saber que sería enviado a la Isla de Guam, en Filipinas, a la prisión de Agaña, por el crimen de dar libertad a mi patria. Mi hermano Emeterio moría en Querétaro debido a los tratos que recibían los prisioneros por la Conspiración. ¡Veintisiete años estaría coartado de mi libertad! Aun cuando la guerra de independencia durará solo once años, no fue hasta 1836 que quedé libre.
Lejos de mi país, viejo, llagado, sin dinero solo espere lo que me deparara la vida. Afortunadamente una persona con gran corazón me trajo de vuelta a México. Lo único que traje conmigo fueron esas cadenas viejas que habían sido mi cruz, que me acompañaron en mis noches, en la enfermedad.
Cuando retorné a mi país sólo me encontré con Nicolás Bravo, quien generoso me ofreció ser el vigilante de la Casa de Moneda de Guadalajara. Así que pasé brevemente por mi amada ciudad para no volver más. Tuve dos propiedades en la ciudad tapatía y por ambas pasaba el desfile conmemorativo de las fiestas patrias. ¡Qué emoción recordar que formé parte de ello! Con orgullo alzaba en alto mis cadenas como muestra del martirio que viví por hacer lo correcto.
Quizás presintiendo mi muerte en 1857, recibí con más entusiasmo que nunca el desfile y a la par que pasaban los soldados, yo, emocionado, arrojaba monedas a la multitud. A lo lejos pude escuchar entre la muchedumbre que preguntaban quién era yo y alguien blasfemó: “no es más que un viejo loco”.
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