Los municipios desde la lejanía.

En TURISMO

por Aurora Vizcaíno Ruiz

 

«Paco el Chato» es una referencia que entenderán quienes estudiamos con el libro de lecturas de Español para el primer grado de primaria —el libro amarillo, del perrito. Ahí, Paco, el protagonista, era un niño que vivía en un rancho y debía mudarse a la ciudad con su abuelita, para continuar con sus estudios. En su primer día de clases, se perdía y un policía lo ayudaba a encontrar a su abuelita gracias a un mensaje en la radio, y entonces fueron felices otra vez…

 

El cuento es tierno y las ilustraciones también. Paco se ve contento en su rancho. Hay vacas, nopales, árboles y una casita con techo de adobe. Con esta imagen, dimensiono la cantidad de Pacos que duraron más de una viñeta perdidos en la metrópoli. Quizá el rancho en donde él vivía no es muy ajeno al que habitó la familia (o tu familia, pienso, que lees) generaciones atrás.

 

 

Entonces, repaso la posibilidad identitaria de la herencia, el orgullo, el paladar y del temperamento que brinda un hogar. Habrá quienes se dicen felices de preservar memorias transmitidas (y nacer y morir en el mismo lugar de siempre); pero también existe la posibilidad de quienes buscaron desprenderse, cambiar la ruta de la costumbre.

 

Si regresamos al estado de Querétaro, en términos demográficos, es más probable que haya más personas que quieran desprenderse de sus localidades pequeñas para ampliar la mancha urbana. El Consejo Nacional de Población (Conapo) estima que para el 2040 en El Marqués, Querétaro y Corregidora la población incrementará hasta en un 38 %, en promedio (en El Marqués más, con un crecimiento del 54 %). Este escenario es opuesto al de municipios como Landa de Matamoros y San Joaquín, porque la Conapo estima una reducción del 26 %, en comparación con el presente. En Huimilpan, Arroyo Seco, Tolimán, Cadereyta, Peñamiller y Pinal de Amoles también se augura una reducción poblacional.

 ¿Cuántos Pacos habrán querido regresar al campo después de estudiar en la escuela de la ciudad?

 

 

Hace décadas, en Cadereyta era común ver a niños descalzos jugando en las calles. Eran educados en escuelas de turnos extendidos. Había talleres vespertinos culturales que encantaban. Parecerá extraño, pero la escasez de agua hacía que toda la cabecera se turnara para abastecerse en unos pozos que se llaman Las Fuentes. Así cuenta que le tocó vivir a Franco Vega, reconocido actor y director teatral de 68 años. Él recuerda con cariño que en su casa había un huerto de duraznos, chabacanos, higos, granadas y muchos árboles más. Además, había gallinas, conejos y ardillas. La abundancia natural y lúdica le permitió una infancia feliz.

 

Años más tarde, Bony Barrera, otro artista escénico, atravesó una infancia similar en la misma localidad, la cual calificó de «envidiable». No es oculto el cariño que él tiene hacia las fiestas patronales, de Semana Santa y la Navidad, eventos que eran el motivo obvio para que sus vecinos, y quienes venían de comunidades aledañas, se juntaran en Cadereyta a celebrar la fe y las costumbres. Bony Barrera se recuerda pequeño, con un casco hecho de papel maché, portando una túnica de tela con espigas doradas. Se mira a sí mismo recibiendo ricas colaciones naturales por participar en un carro bíblico. No importaba la época del año. Si hacía frío, si había niebla, si procuraba cuidar el agua por la sequedad del tiempo. Siempre «el pueblo era tu patio de juegos».

 

 

Era muy cierta la conexión con la naturaleza. Por eso, deseaba tanto que la temporada de lluvias fuera abundante, porque sería generosa la cantidad de conservas de higos y duraznos. Si no llovía, también había otras deliciosas opciones: disfrutar del rico guamiche o de muchos garambullos. Atrapar guamiche o garambullos parecía un juego de glotones sanos. De niños mataban el tiempo recogiendo muestras para prepararlas en nieves o dulces. Algo común de la región, incluso en el sur del estado.

 

Si vamos a Amealco, el ingeniero Raúl Ruiz se proyecta a sí mismo, muy pequeño, recogiendo garambullos y capulines, jugando a la resbaladilla entre hojas secas de árboles de palo blanco. Distraído en el Cerro de los Gallos y persiguiendo a otros para aventarse cascarones de huevo rellenos de confeti o harina. Aún tiene presente la pirotecnia de los castillos que iluminaban el atrio de la parroquia de Santa María Amealco y el pecho de un joven que, a modo de juego, se montó un disfraz de toro y jugaba a cornear gente.

 

 

Antes de migrar a Querétaro, Raúl Ruiz vio cómo las telarañas que se hacían en algún rincón de su casa se congelaron porque amaneció la nieve. Desde el techo de su hogar, presenció el paso del presidente de la República a bordo de un helicóptero. Nunca antes Raúl Ruiz había visto un objeto tan grande invadiendo el cielo. Parece mentira, pero ese mismo cielo frío de Amealco también cubre Agua Zarca, en Landa de Matamoros. Tan lejos de Querétaro y tan cerca de Xilitla, San Luis Potosí. Lugar que Nahomi Garay añora siempre nació ahí.  Alguna vez, dice, interpretó una obra teatral que definía a su comunidad como «Donde las montañas parecen besar al cielo». Si está lejos, Nahomi Garay añora menos porque sabe que comparte en la ciudad el mismo plato que comen quienes viven todavía allá: queso y carne rancheros, chile rallado, tortillas y tepehua (o pápalo).

 

 

El panorama de Agua Zarca, en Landa de Matamoros, es, quizá, el favorito de la artista plástica Azucena Germán, quien recuerda cuando «llegaban las nubes y chocaban directamente ahí, en las montañas». De todas las restauraciones que Azucena Germán se dedicó a realizar cuidadosamente en las capillas y edificios históricos y de cooperar en los cimientos de museos comunitarios, siempre atesora la enseñanza abierta que quienes son lugareños le confiaron para caminar un sendero y experimentar un paisaje virgen. Ella extraña darse un tiempo para descifrar los pasos que la naturaleza le abre en la recolección de los componentes de sus bioesculturas.

 

 

A la distancia, parece que Azucena Germán y Aurora Zúñiga comparten un asombro similar: mientras Azucena recolecta piezas que nacen del conocimiento milenario de la naturaleza, Aurora Zúñiga se ha esforzado por recuperar el conocimiento cultural ancestral de los pueblos originarios. Aurora Zúñiga tenía diez años cuando su mamá la encargó a una señora para que dejara Peñamiller y se mudara a la ciudad. Nunca olvidó las tradiciones de su pueblo, y su empeño por preservar la danza, vestimenta y gastronomía de nuestra región ha durado más de cincuenta años. Con gusto recuerda platillos tales como el chivo tapeado, vitualla, huevo perdido, mole de olla con chilcuague, tostadas de arriero, pepitorias y postre de queso de higo.

 

Bony Barrera, Raúl Ruiz, Aurora Zúñiga y Nahomi Garay migraron jóvenes de sus casas. Se les abrió la perspectiva de vivir en la ciudad: con el ruido, el descontrol del tiempo finito y las cucarachas y mosquitos que no existían en los climas fríos. No bastó pueblo verde, abundante y quieto para quedarse ahí, sino que fue muy importante que estudiaran y buscaran mejores oportunidades laborales; para, posteriormente, decidir si la capital era mejor para echar nuevas raíces o volver a los orígenes para contribuir al desarrollo de nuevas generaciones… o solo descansar (Franco Vega ya vive en Cadereyta, no tiene una mirada nostálgica porque trabaja en la consolidación del Centro Cultural El Laberinto para adultos mayores).

 

Por eso, de los municipios que los vieron nacer, lo que más extrañan es su infancia bien vivida, las fiestas y la calidez y enseñanzas de quienes hicieron que crecieran felices. Con seguridad algunas personas afirman que podrían regresar a vivir donde nacieron; otras ya solo van de visita.

 

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