Mónica Garrido
En PERFILES
De: daniela franco
Una característica, para mí ventaja, de la escena del arte contemporáneo local es que somos pocas y nos conocemos. En 2018, me pidieron que recomendara a una fotógrafa de la ciudad para documentar el concierto de Patti Smith, y Mónica Garrido fue la primera sugerencia. Nos conocimos personalmente mucho después. Pero quizá lo que me ha dado una idea más cercana de Moni (como la conocemos todas) es que «nos seguimos en Instagram», ese limbo en el que se puede ser mucho más que conocidas, sin ser todavía amigas. Ante la invitación de Asomarte a escribir sobre una artista contemporánea local, Mónica Garrido me pareció la representante ideal de esta generación. «Mónica es muy interesante —dice Paulina Macías—, porque en una sola persona se mezclan muchos perfiles: es artista, ha tocado en una banda, pone discos, es socia de la CCC, ha sido gestora de grandes exposiciones, asistente de estudio de otras artistas, recientemente dirigió la Galería Municipal y hace fotos de boda.
Es el emblema de lo que nos pasa a todas las que nos dedicamos a las artes y al mundo creativo: proyectos múltiples, malabares entre trabajo pagado y producción individual. Pero Mónica logra equilibrarlo todo porque mantiene una línea creativa y un lenguaje consistente en sus proyectos, sea fotografiar una boda o curar una exposición.» Otra cosa que me atraía de Moni es que profesionalmente es una persona generosa y colaborativa; en un mundo cultural pequeño como el queretano, la bondad es una característica casi tan importante como el talento artístico. Pero lo que hasta ahora sabía de Moni quedaría casi anecdótico después de hablar un par de horas y descubrir que Mónica Garrido, quizá sin ser completamente consciente de ello (más a su favor), tiene una historia personal que es un guion mumblecore listo para ser filmado.
Nos damos cita en El Reinita, el comedor cultural de Querétaro, que, además de ser una lonchería con un menú sofisticado, alberga a «la galería más chiquita del mundo», en donde Mónica tiene en ese momento una exposición, «Emuná». En El Reinita también nos conocemos todas: Toni Ávila Sagaz —dueño, artista y chef; una persona y múltiples perfiles— y todo su equipo. Esa vida lugareña, mixta y colaborativa, que quizá ponga los pelos de punta a algún cosmopolita, le está dando a Querétaro, después de años de rezago artístico en el mundo contemporáneo, un lugar en el mapa. Pronto me doy cuenta de que no se puede hablar de Mónica como artista sin hablar de su formación familiar, espiritual y emocional.
Así como en su vida profesional, los múltiples perfiles de su vida personal la singularizan. Moni es la mayor de nueve hermanxs que se dedican a la permacultura, a la cerámica, a la jardinería, al estilismo, a la música, al diseño industrial, entre otras. Su mamá, quien hubiera querido ser cantante sinfónica, era sobrina del cantante de boleros Víctor Iturbe El Pirulí, y su abuela, que vive con la familia, nació en Austria. Además de ser numerosa y talentosa, la familia de Moni tiene una peculiaridad que ella, comprensiblemente, vivió como un lastre y que a mí me parece fascinante. Su familia pertenece al Camino Neocatecumenal («el Neo», dice Moni), un movimiento eclesial católico que ella describe como secta, pero que suena a una mezcla de anglicanismo, judaísmo y cristianismo primitivo. Con un fundador de pasado antifranquista, comunista y, sobre todo, artístico, «el Neo» es el único movimiento en su género sancionado por la iglesia católica y donde la vida religiosa gira en torno a la música, la enseñanza y las misiones. Un movimiento también ultraconservador.
Como parte del Camino Neocatecumental, la vida cotidiana durante la infancia y adolescencia de Mónica giró alrededor de la música: largas eucaristías sabatinas en las que la enseñanza se transmitía entre pequeñas comunidades que cantaban los Salmos. Sus hermanxs también dejaron «el Neo», pero hasta la fecha, cuando la familia se reúne, cantan: «Lo que sea, desde boleros hasta canciones de Disney, simplemente se nos da, así rompemos el hielo. Lo que más nos gusta hacer como familia es cantar». La fe de sus padres ha sido siempre sincera, al punto de abandonar trabajo, escuela y pertenencias para mudarse como misioneros a Cancún y Mérida, y sobrevivir dependiendo enteramente del apoyo comunitario.
Esto, que en el contexto rancio de la Iglesia actual me suena revolucionario, lo era mucho menos a los ojos de una niña de secundaria desarraigada de pronto de lo que conocía para vivir una vida austera y conservadora. Al volver a Querétaro a estudiar una carrera técnica en artes gráficas, Moni descubrió entre sus compañeros un mundo lejos de las Juventudes Cristianas: el del arte y la música. El ambiente dark, punk, rockabilly y psychobilly de los toquines, a los que iba llevada por su papá, le sirvieron de introducción a la cultura del horror gótico y fantástico que más tarde formaría parte de su estética e imaginario. Un mundo contrastante con el que la había formado: otras espiritualidades, otras formas de ser joven y a Björk, cuyas sesiones fotográficas serían una influencia definitoria en la vocación artística de Moni.
Durante el periodo misionero de la familia en Cancún, Moni se refugiaba con su tía —¡también artista!—, quien le enseñó a pintar. Así que entró a Bellas Artes con la intención de ser pintora, pero, gracias a una maestra que le vendió una cámara «con las dimensiones de un tabique y la calidad de una foto de celular viejo», empezó a fotografiar su cotidiano y luego a entender la fotografía como un medio para diseñar fantasías y documentarlas. Es en medio de una realidad que no le gustaba que Moni empieza, sin denominarla como tal, una vocación de directora de arte que le permite crear realidades alternas. Volvemos a hablar de la familia: su abuela es su persona favorita. Las historias de su pasado, las fotos de su infancia que guarda en una lata que Moni atesora.
Mónica realizó una pieza para el Museo de Arte Contemporáneo Querétaro en la que recorre simbólicamente la vida de su abuela desde su infancia; además de fotografías, la instalación incluía los cantos de los pájaros que su abuela, confinada durante la pandemia, grababa y le enviaba por WhatsApp. Moni me enseña una foto de la casa austriaca en la que su abuelita creció y que pudo visitar gracias a su trabajo como fotógrafa de bodas. Además de permitirle viajar por el mundo, le ha dejado integrar las experiencias estéticas de las diferentes etapas de su vida en un solo imaginario artístico que convierte en el styling de su fotografía de bodas. Le hago ver que todas las influencias fundacionales que hasta ahora ha citado han sido mujeres: su mamá, su tía, su abuela, la maestra de fotografía, Björk (a quien lleva tatuada) y Gaby Martínez.
Todo en la historia personal de Moni está lleno de una sensibilidad muy particular que yo atribuyo a su formación familiar artística y espiritual, aun si esta fue a su pesar. Bueno, concede, «¿quién sería yo sin la historia que me ha llevado hasta donde estoy? Soy todóloga porque muchas cosas me parecen divertidas e interesantes y no me gusta quedarme nunca con la duda». Para terminar, en un tema que como ha quedado en evidencia me obsesiona, le pregunto si queda en ella algo del mundo espiritual en el que vivió tantos años. Obviamente no en la Iglesia, pero hay momentos en los que habló con alguien, quizá Dios. «En mi niñez íbamos a campamentos con las juventudes cristianas y para mí significaba mucho andar en el bosque, a la deriva. Mis fotos recuperan esos ambientes. Un día me perdí cerca de un riachuelo y, aunque de niña no hubiera usado esas palabras, ahí sentí tanta paz. Si dejo de intentar ponerle cara a Dios o buscarlo en un lugar específico, quizá mi santuario sea la naturaleza».