William Nezme: la importancia de no perder la capacidad de asombro.

En PERFILES

Por: Janila Castañeda 


 

Te propongo un juego: la próxima vez que salgas a la calle, lleva un conteo de las esculturas y monumentos que encuentres a tu paso. De este ejercicio, surgirán dos resultados: recorrerás tu ciudad con ojos de turista y te darás cuenta de las presencias que quedan invisibles por la cotidianidad. Las esculturas aparecen en las ciudades como la maleza que surge contra todo pronóstico entre concreto y asfalto. Carlos Monsiváis decía que «los monumentos son la versión en bronce o mármol de la ideología oficial: imponentes, permanentes e ignorados». Además  de ser ornamentos o caprichos heredados de gobiernos pasados, son marcadores urbanos, elementos clave de la infraestructura funcional de un espacio. Opuesto a su concepción original, lo más atractivo de la escultura pública son las contradicciones que habitan en la distancia entre los ideales oficiales del monumento y las experiencias cotidianas a las que está expuesto. 

 

En 2022, una serie de robos de esculturas y placas de bronce en Querétaro puso en evidencia su impermanencia. Este tipo de actos genera preguntas sobre el espacio público: ¿Quién tiene derecho a ocupar estos espacios? ¿Qué tan público es el arte público? Si es de todos, ¿me lo puedo llevar? Irónicamente, la permanencia del bronce parece ser equivalente a su invisibilidad. Como señala Margo Glantz sobre las ruinas, estos objetos son «testigos del tiempo, pero también de la decadencia de lo eterno». En el espacio público, la escultura se reinterpreta todos los días para ser contenedor de memoria y de olvido a la vez.

 

Llega a ser tan contundente su invisibilidad que rara vez se conoce la autoría de estas piezas. En el caso de la capital queretana, es fácil rastrear al autor de buena parte de las esculturas en sus calles. Se trata de William Nezme Zardain, escultor, artista multidisciplinario y fundador del estudio Ill Cubo.

 

 

Sin saberlo, hay una alta probabilidad de que hayas visto su trabajo de cerca. Afuera del portón de madera en el número 27 de la calle Vicente Guerrero, sobre una banca de piedra, la figura encorvada del maestro Francisco Cervantes recibe a los visitantes del Museo de la Ciudad. Puede ser que hayas compartido jardinera con el conjunto de abuelitos y palomas (del que solo sobrevive la abuelita) en el atrio del templo de Nuestra Señora del Carmen. Quizá has rodeado la glorieta de la fuente del Danzante Conchero del Cerro del Sangremal en la calle de las Artes, en San Francisquito. A lo mejor te has tropezado con el famoso Hachikō de Querétaro, un perrito de bronce esperando eternamente a su dueño sobre el camellón de la avenida Pasteur. Todas las anteriores forman parte de las ochenta y ocho esculturas de bronce repartidas por la ciudad y creadas por William y el estudio. 

 

Cuando le pregunté por la primera escultura en bronce que realizaron para la ciudad, sin dudar mencionó la del maestro Cervantes. Además de fotos y videos, fue curioso escuchar que para la creación de la escultura póstuma se convocan a «padrinos», que son personas que conocieron al personaje en vida y que a través de sus recuerdos van guiando el retrato para definir el lenguaje corporal y facial que mejor represente su personalidad. Fue así como se decidió incluir a su gato de la infancia, el Güero, ya que uno de sus discípulos les contó que en su lecho de muerte el maestro decía que su gato ya había venido por él y ese mismo día murió. 

 

Conocer a William en su estudio fue como entrar en un gabinete de curiosidades de una dimensión paranormal. Detrás de las puertas que dividen la realidad de la calle Mariano Escobedo con la fantasía del imaginario de terror, se despliega un collage tridimensional muy diferente a las obras de bronce que nos cruzamos en la vía pública. El nombre de este estudio, que lleva veintiún años activo, surge del primer taller que tuvo William como artista independizado a los veinte años. Era un espacio pequeño, de seis por seis metros, al que de cariño comenzó a llamar «el Cubo». Luego agregaron «ILL» que sale de Will y en inglés de ill, que significa «enfermo», dando como resultado un nombre compuesto que significa «el cubo enfermo o retorcido». 

 

 

De esta conversación me emocionaba conocer las anécdotas detrás de sus esculturas, así como la motivación que mantiene el fuego creativo de un artista que ha sabido habitar dos universos: el del inventor de monstruos y el del escultor que logra vivir de su práctica. De los años que llevo entrevistando a escultores, me atrevo a señalar una obsesión en común: por naturaleza, el escultor es coleccionista. La más prevalente es la acumulación de piedras; hay otros que recopilan antigüedades o rescatan objetos extraños en mercados de pulgas, y William no es la excepción. En los muros de su oficina-estudio desfilan incontables monstruos anónimos y personajes icónicos del género. De hecho, en una repisa sobre la pared detrás de mí, se abarrotaban múltiples figuras de Freddy Krueger de distintas dimensiones y posturas.

 

La relación de William con el arte comenzó desde pequeño, dibujando monstruos. Lejos de pretender dominar el bronce, en la escultura encontró un medio para darle vida a sus personajes en figuras tridimensionales. A pesar de ser reconocido principalmente por su trabajo como escultor, el primer acercamiento de William con el arte fue a través de la música, tocando la batería, luego la guitarra y el piano. Más tarde comenzó a escribir cuentos y novelas. Él mismo lo describe: «Es como si el arte me hubiera encontrado a mí y no al revés. 

 

Su afición al género de terror comenzó a los seis años, después de ver la película de Freddy Krueger en casa de sus tíos y a escondidas de sus papás. Entre sus influencias más tempranas, William recuerda a su abuela que era la «alcahueta» que le rentaba películas en VideoCentro, como El exorcista y El resplandor. Fue ella quien le compró su primera figura de Krueger y con quien compartía el gusto por lo paranormal. Recuerda que sus abuelos vivían en una casa muy antigua siempre rodeados por fantasmas. Además, su abuelo era anticuario y restaurador, y fue en su taller donde William aprendió el misticismo que ocultan los objetos antiguos y el oficio de trabajar con herramientas.

 

 

El artista destaca que desde sus inicios su intención siempre fue entrar en un estudio de efectos especiales. Con su ahora esposa, Paty Paniagua, empezó a trabajar en la industria de Halloween haciendo máscaras y disfraces. Sin los recursos, las referencias y las posibilidades de la era digital, tuvo que volverse autodidacta, aprendiendo a base de prueba y error para crear un portafolio sólido que lo llevara a Hollywood. 

 

Años más tarde y con un portafolio más consolidado, William decidió dar el gran salto. Buscando el correo de Guillermo del Toro encontró el de su manager, Gary Ungar, y sin pensarlo dos veces adjuntó su carpeta y envió el mail. Para su sorpresa, Del Toro respondió personalmente el correo. Así comenzó una relación laboral que desembocó en la invitación a integrarse al equipo de artistas conceptuales para la película En las montañas de la locura, el ambicioso intento fallido del director por adaptar al cine la novela de H. P. Lovecraft. Aunque William alcanzó a trabajar con el equipo durante unos meses en la conceptualización de los monstruos, por temas de permisos de trabajo no pudo quedarse y tuvo que abandonar el proyecto. «Por lo que alcancé a ver del arte conceptual, la película era demasiado perturbadora. Creo que estaba muy adelantada a su época —comparte sobre su experiencia—. Para que te des una idea, era como si Alien de Ridley Scott la hubieran hecho en los treintas.» 

 

 

A pesar de ser un intercambio breve, William reconoce que aprendió mucho de Del Toro, no solo por su humildad y filosofía de trabajo, sino por su convicción en un proyecto tan ambicioso como lo fue esa película que persiguió por años, aunque todo el mundo le decía que era imposible. Durante nuestra charla, William mencionó en varias ocasiones «la importancia de no perder la capacidad de asombro y de seguir encontrando la magia en lo que hacemos». El ritmo de trabajo acelerado, las complicaciones de producción, la gestión y la burocracia que implican algunos proyectos creativos provocan una desconexión con la pasión por lo que se hace. «Puede ser duro, decepcionante y frustrante —afirma William—, por eso es importante saber todo el tiempo lo que quieres como artista.»

 

Hoy, William y su equipo en ILL Cubo combinan proyectos gubernamentales, religiosos, privados y propios con cursos de escultura que les permiten compartir y mantener vivo el interés por la práctica del modelado manual. Actualmente, trabajan en un guion de terror que surge de un cuento escrito por William y que planean realizar desde cero en una búsqueda por «invocar el miedo al proceso y un poco de suspenso», y así seguir manteniendo con vida la magia del arte

 

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